El replicante
El animal replicado
Inspirado en un relato escuchado a Miguel Salas en La Escóbula de la brújula y modificado sobre este
Teo era un hombre como otro cualquiera: más bien alto, ojos
marrones, piernas firmes y con cierto desparpajo al caminar. De estudios
humanísticos confiaba en la bondad humana, en que existe un cuerpo pero también
un alma y que el secreto de la vida es una simbiosis entre las dos partes. Era
contrario a aquello que pensaba Descartes acerca de los animales, a diferencia
de éste, Teo sí consideraba que los animales pudiesen tener alma y ser algo más
que machina animata.
Por este y otros motivos, Teo tenía un perro pequinés
llamado Franky. Franky era un animalito peludo, con una mirada que despertaba
confianza en Teo y en su madre, pues los tres vivían juntos en la misma casa.
Pero un buen día, el bueno de Franky murió atropellado por un coche al salir
corriendo detrás de un gato. Teo confiaba en a “bondad” innnata del animal y
nunca se le pasó por la cabeza que Franky ignorase sus órdenes de detenerse o
de que el pequeño cánido persiguiese a un gato. Teo quedó destrozado. La relación
con su madre era bastante difícil desde que ella había simpatizado con el
whisky y a éste le contaba sus
preocupaciones en lugar de a su hijo. Quizá por eso Franky era tan importante
para Teo. En aquella maldita casa era quien más le quería.
Era domingo cuando un viejo amigo de la escuela se presentó
en casa de Teo. Había vuelto al pueblo para pasear por aquellas casas que le
habían visto crecer, había vuelto gracias a las vacaciones que en su nuevo
trabajo de ingeniería biorobótica le habían concedido por sus innovaciones en
el campo de la replicación. Cuando llamó a la puerta de su antiguo compañero de
clase, se lo encontró bastante triste y con lágrimas en los ojos. Es entonces
cuando Teo le contó la situación y el cómo había perdido apenas un par de días
antes a su peludo amigo. El ingeniero se compadeció de Teo, pero al mismo
tiempo no pudo contener cierta emoción al describirle una solución acorde a sus
intereses: ¡Tu solución es fácil! ¡Sólo debes crear una réplica del animal! ¡En
mi empresa nos dedicamos a eso!
Así que dicho y hecho. Teo aceptó el trato y en menos de
tres meses le llegó una caja con el pedido: un “perro” exactamente igual que su
amigo Franky. ¡Mismo pelaje! ¡Misma mirada de ingenua felicidad! Y para su
sorpresa, ¡igual de cariñoso que su viejo amigo! La misma lengua húmeda que
tantos lametones le había propiciado. Él sabía que no era Franky, pero al mismo
tiempo sí que lo era. ¡Era igual que su viejo Franky! Bueno… quizá con la única
excepción de que el nuevo ejemplar era inmortal. Ante semejante milagro
científico Teo decidió llamar al animal con un nombre que le recordase a su
viejo perro pero también a un científico prestigioso en honor de la ciencia que
había logrado semejante proeza. El único científico que conocía era Einstein, así
es como le vino un nombre perfecto a la cabeza: ¡Serás Frankeinstein!
Y todo fue bien. Teo paseaba a su Frankeinstein. Teo volvía
a ser feliz. Bueno, no… Su madre seguía con problemas con la bebida y vivir en
la misma casa que ella era un martirio: broncas, discusiones subidas de tono y, de vez en cuando, algún que otro objeto volando hacia él. Parecía mentira que
aquella mujer tan cariñosa de años atrás se hubiese transformado en un ser inhumano
y sin apenas compasión ni empatía. Pero su “perrito” le ayudaba bastante. Él le
daba ese cariño incondicional que puede dar un perrito y que echaba en falta
por parte de su madre. En una de esas discusiones con su madre, Teo decidió
apaciguarse descendiendo a la cocina para tomar algo pero, al llegar a lo alto de
la escalera, tropezó con el “perro” que cayó escaleras abajo. Al contrario de
lo que hubiese hecho el viejo Franky, el perro replicado se levantó de nuevo y
fue en busca del cariño de su dueño. ¿Acaso ese animal le ofrecía amor en lugar
de refugiarse tras el ataque? Así que al llegar Frankeinstein a lo alto de la
escalera, Teo lo golpeó de nuevo y vio al “perro” caer escaleras abajo, levantarse
con cierto sonido mecánico y subir de nuevo en busca del cariño de su dueño.
Desde aquél día Teo empezó a maltratar a Frankeinstein. A
fin de cuentas el “animal” buscaba de nuevo su cariño tras cada ataque y podía
ser reparado tantas veces como fuese necesario. Cada vez que discutía con su
madre, el “animal” recibía la reprimenda y siempre, tras una minuciosa reparación
de bajo coste, el “animal” volvía a ser ese “perro” cariñoso que tanto quería.
Un día Teo sacó a pasear a Frankeinstein y, mientras se planteaba cuestiones
como la humanidad o el milagro de la vida, Teo vio a aquel viejo gato cojo
culpable de la muerte de su pequeño pequinés. Quizá Descartes tuviese razón,
quizá los animales sólo sean máquinas compuestas de válvulas, engranajes e
impulsos eléctricos. A fin de cuentas ese gato había quedado cojo en el mismo
accidente. Y quizá, también, su cojera pudiese ser reparada con nuevos engranajes.
Teo decidió comprobarlo; cogió al gato, lo destripó y se lo mandó a su viejo
amigo quien se lo devolvió como si de un gato resucitado se tratase. ¡Y sin cojera!
De momento Descartes tenía razón: los animales no tienen alma y no son más que
máquinas compuestas de válvulas, engranajes y demás.
El tiempo pasó y Teo siguió experimentando con diferentes animales
callejeros, con animales sin hogar e, incluso, ofreciendo su labor como
cuidador de animales del vecindario mientras sus vecinos iban de vacaciones.
Muchos de ellos felicitaban a Teo y le daban un extra por los cuidados pues,
como ellos mismos afirmaban, “su animal estaba irreconocible: mejor de salud,
más cariñoso…”.
Pero Teo cada día tenía más ansias de saber dónde estaba el
límite de la humanidad. Un día su madre lo despertó gritando desde la
habitación contigua por una de sus resacas. Eran las 3:15 de la madrugada y Teo
estaba cansado, así que se quedó pensando en cuánto había cambiado su vida en
tan poco tiempo. Ahora tenía trabajo asegurado paseando y cuidando perros en
toda su provincia (pues su fama se había extendido). Pero las voces de su madre
le interrumpieron en su discurrir. Descartes vino de nuevo a la cabeza de Teo, se
levantó con una almohada y se dirigió a la habitación de su madre. ¿O acaso el
hombre y la mujer no eran también válvulas, engranajes e impulsos eléctricos?
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