Los peligros del sendero de la izquierda

Hoy os quiero contar un cuento muy personal inspirado por el ulular de una lechuza en la noche. ¿Dónde situarlo? Un bonito lugar podría ser Leba, una bonita ciudad “amurallada” en tierras lejanas. Pero eso es porque soy yo, ¡tú sitúalo donde queiras!

Érase una vez una gran urbe, una gran ciudad llamada Apatria que no se distinguía por nada en particular de cualquier otra de las que estaba a su alrededor: majestuosos edificios que tapan la luz del sol, grandes sombras que no proyectan la luz de la luna, grandes hombres que corren por sus aceras plagadas del pasto del tiempo y grandes sueños devorados por la realidad de sus calles angostas. Era una ciudad taciturna infestada de hombres y mujeres mohínos.

En esta ciudad vivía Alba Sofía, una niña de una mirada brillante de ojos azules y de corazón puro como el agua del rocío. Sus padres le pusieron Alba por la blancura de su piel, Sofía porque sus ojos eran idénticos a los de su abuela, Sofía, una amigable anciana fallecida poco antes de que ella naciese a causa de una extraña enfermedad mental. Alba era… una niña especial. Había aprendido a vivir en la soledad de su tiempo porque no quería ser como sus compañeros de clase, pequeños dictadores egoístas o pueros de nariz granosa y cara cuarteada que parecían más ancianos hastiados de la vida que niños con un largo camino que recorrer. No. Ella no era así y eso le preocupaba. A diferencia de sus compañeros de escuela Alba solía prestar mucha atención al cielo, lo que la hacía ser bastante despistada y tropezarse a menudo; contemplaba a las nubes y a los pájaros; a los pequeños animales que surcaban las calles y a los grandes edificios; ¡incluso vivía sin necesidad de prestar ni regalar su atención a esos pequeños aparatos eléctricos a los que sus compañeros de clase tenían tanto apego! Sí, definitivamente Alba era especial. Ella solía caminar por las calles buscando otros ojos que la miraran, alguna sonrisa cómplice; lo buscaba incluso elevando su mirada hacia esos grandes edificios que brotaban del lodo informe de Apatria, lo ansiaba como la aquellas plantas que ella había observado en un parque de su ciudad y que buscaban la luz del sol… Pero las pocas miradas que le eran devueltas eran precisamente de esos pequeños animalillos, de esos grandes y numerosos ojos vidriosos que los grandes edificios tenían para vigilar a los ciudadanos de Apatria, y lo que más temía, ¡también le devolvían la mirada las miles de cámaras que surcaban la urbe! Cámaras con la misma vitalidad en su pupila imaginaria que la de sus compañeros de clase.

Alba solía caminar y alejarse de esas miradas inquisidoras e inertes con la esperanza de alguna que se fijase en el color de sus ojos. Caminando y caminando un día Alba salió de la ciudad por el puente levadizo de Apatria, un viejo puente que permitía el acceso a la ciudad amurallada y que se cerraba cuando el ocaso llamaba a la ciudad. Alba lo atravesó y cruzó un sendero bien iluminado por el sol que se bifurcaba en dos caminos. Ella puedo observar como en el cruce de ambos senderos un viejo cartel indicaba que el camino de la derecha le permitía regresar a Apatria si estaba dispuesta a recorrer unos cuantos kilómetros. ¡Vaya! -exclamó Alba- "¡Tanto caminar hasta aquí para regresar a mi ciudad!" El letrero de la izquierda, por su parte, estaba tan desgastado que apenas se vislumbraban unos caracteres que quién sabe si en otro tiempo fueron letras. Era la primera vez que Alba se alejaba tanto de Apatria, pero ella, a diferencia de sus vecinos, era muy consciente del paso inexorable del tiempo. Así que, apoyando su espalda en el mástil de ese ajado cartel, decidió sentarse y descansar en el suelo cruzando las piernas en posición de loto no sin cierta dificultad: la falda de cuadros rojos que llevaba no le permitía sentarse con toda la comodidad que le hubiese gustado. Este descanso le permitió pararse a pensar en todo un poco y en nada en particular: en cómo ella era la rara por disfrutar de otra manera diferente, en cómo era todo cuanto le rodeaba, en las esquivas miradas de su ciudad… De tanto reflexionar durante nadie sabe cuánto tiempo se hizo de noche y Alba decidió levantarse y regresar a su hogar pero, como era muy distraída, no recordaba qué camino era el que regresaba a su casa. Sabía muy bien que no podía regresar por el que había venido pues, además de que el puente levadizo de Apatria ya se habría elevado, ella detestaba regresar por el mismo camino.

Alba estaba preocupada, tenía miedo porque la oscuridad lo inundaba todo y había escuchado de los extraños sucesos que acontecían fuera de la ciudad. Ella era valiente, se había enfrentado a tantas personas, ideas y entornos en su ciudad que ya no tenía miedo a casi nada, ¿A casi nada? Sí, a casi nada, pues la oscuridad absoluta que nunca antes había visto era su única compañera en la noche desconocida de aquel camino tan distante de su hogar. En Apatria incluso las noches eran luminosas: las farolas se convertían en otros ojos inertes cuando la luna sustituía al sol como astro, pero allí, en medio de esos caminos, ni siquiera la luna nueva alumbraba la penumbra. Alba, asustada y confundida, tomó el camino que apuntaba hacia la izquierda, sin recordar que éste era aquel en el que los marchitos símbolos indescifrables indicaban un camino a ningún lugar.
Pasaron así los días, tantos que aquella luna nueva había dado paso a una pletórica luna llena. Los padres de Alba estaban asustados, su hija llevaba muchos días fuera y se temían lo peor. Ellos recurrieron a sus vecinos, a sus amigos y a las fuerzas de la ley para que les ayudaran a encontrar a su hija; pero veían como aunque la ayuda les era ofrecida, ésta era más interesada que otra cosa o bien simplemente se les ofrecía porque “era lo correcto” sin plantearse qué diablos era eso de “lo correcto”. Sus padres lo tenían claro: les ayudaban, sí, pero realmente a sus auxiliadores todo les importaba más bien poco: tanto la situación de su hija como la habitabilidad de Apatria. Pero a fin de cuentas, ¿quién echa de menos a una loca si acaso no lo hacen sus padres? Nada. Desistieron de aquellos hombres y mujeres que, en el mejor de los casos, buscaban la aprobación o la medalla meritoria de “haber encontrado a la joven Alba”. Sus padres se quedaron solos en la infructuosa búsqueda de la joven Alba Sofía, sentían que parte de aquella situación era suya por haber dejado a su hija sin un teléfono que le observara y por haberle enseñado a contemplar las “miradas de la ciudad”, por no hacer caso a aquel maestro que les advirtió de que su hija se distraía con facilidad y cuestionaba casi todo cuanto el profesor le afirmaba, por permitirle salir de la ciudad sin una continúa atención por su parte… Ellos no podían evitar pensar que eran los culpables de aquello. ¿Salir de la ciudad? ¡Sus padres recuperaron la esperanza! “¡Quizá ella esté más allá de los fríos muros de la muralla!” -exclamaron.

Sin poder esperar un minuto más, sus padres saltaron la muralla y cayeron en el foso de aguas negras que rodeaba los muros que a su vez rodeaban a la ciudad de Apatria. Tuvieron miedo a saltar, pero en situaciones de desesperación, cuando tu bien más querido ha desaparecido, no te planteas cosas como la espera, las alturas, o los miedos. Actúas, simplemente actúas. Saltaron, cruzaron el foso a nado, salieron por la otra orilla y tomaron una senda que ahora era iluminada por la brillante luz blanca de una luna llena. Llegaron así a un cruce de caminos en la que un cartel marcaba dos direcciones en las que apenas se distinguía lo que estaba escrito. El padre se acercó y leyó lo que pudo de aquel letrero que señalaba el camino de la derecha, “Apatria” -exclamó-. Pero la madre sabía que ella no había tomado aquel sendero, de hacerlo nunca habría desaparecido, pero justo antes de animarse a tomar el camino de la izquierda, ella escucho una voz que provenía de éste: una voz tarareaba una vieja canción de cuna que a ella reconoció después de mucho tiempo. A la madre de Alba se le despertaron viejos recuerdos: aquella melodía era la misma que su propia madre (la abuela de Alba) le tarareaba cuando algo le preocupaba. La madre de Alba había olvidado aquel canturreo que tanto le tranquilizaba, lo había olvidado poco después de que su madre, Sofía, partiese en ese viaje sin retorno; a ese mismo viaje que tanto le preocupaba por si su propia hija lo había tomado. De repente la oscuridad de la noche dio paso a una silueta encorvada pero juvenil iluminada por la luna llena, una silueta que canturreaba y que se acercaba cada vez más a los padres de Alba, una silueta que vestía una falda de cuadros rojos y  que, cuando estuvo lo suficientemente cerca de los padres de Alba como para buscar con sus preciosos ojos azules la mirada de estos, exclamó con una sonrisa jovial: ¡Mamá, Papá! Ya no quiero que me llaméis más por mi primer nombre, creo que me gusta más el nombre de la abuela Sofía.

Desde aquel entonces Alba pasó a ser Sofía y, al igual que sus padres, nunca más tuvo miedo a ser ella misma: única entre los apátridos, única en mirar a los ojos y ver qué es lo que estos eran capaz de contarle.

Por Radagast

Comentarios

Entradas populares de este blog

El villancico en España: historia, música, texto y contexto. Más vale trocar de Juan de la Encina

La Religión Hitita

El síndrome de Mary Poppins